Han pasado casi cuatro décadas desde que aquel rugido salvaje retumbó por primera vez en la selva junto a Arnold Schwarzenegger. Desde entonces, el Depredador ha sido sinónimo de poder, brutalidad y cacería. Pero en 2025, la saga da un giro inesperado con Predator: Badlands, una historia que mira el mito desde el otro lado del visor térmico. Ya no seguimos a soldados ni humanos aterrados en una selva; seguimos al propio cazador, obligado a enfrentarse a su fragilidad, su pasado y su especie.
La dirige Dan Trachtenberg, quien ya había revitalizado la franquicia con Prey (2022). Y lo logra de nuevo: mantiene la esencia del terror y la tensión, pero añade un nuevo nivel de emoción y significado. Badlands no es solo otra entrega de acción, sino una reflexión sobre lo que significa ser digno de cazar… o de sobrevivir.

Una historia de supervivencia al revés
La película nos lleva por primera vez al mundo natal de los Yautja, la raza de cazadores conocida en la Tierra como Depredadores. Allí, un joven guerrero llamado Dek —interpretado por Dimitrius Schuster-Koloamatangi— es humillado por su propio clan. No es lo suficientemente fuerte ni feroz según los estándares de su especie, y decide probar su valía emprendiendo una misión suicida: viajar al planeta Genna, conocido como “el mundo de la muerte”, para cazar a una criatura legendaria que ni los más experimentados Yautja se atreven a enfrentar.
La premisa puede sonar simple, pero la ejecución la eleva. Dek no solo busca una presa, busca su identidad. En ese viaje encuentra a Thia, una androide interpretada por Elle Fanning, que fue abandonada por una expedición de la corporación Weyland-Yutani (sí, el mismo conglomerado del universo Alien). Ella perdió sus piernas y parte de su memoria, pero conserva un conocimiento profundo del planeta. Entre ambos nace una relación improbable: un cazador alienígena y una máquina descompuesta que, juntos, intentan sobrevivir a un entorno que devora todo.
Esa dinámica redefine lo que entendemos por “caza” en la franquicia. Aquí no hay un humano huyendo del monstruo: el monstruo es el que tiene miedo. Y en esa inversión, Badlands encuentra su voz.

Un mundo que respira peligro
Si Prey nos llevó de vuelta a la naturaleza primitiva, Badlands nos sumerge en un planeta que parece vivo, respirando hostilidad. Trachtenberg y el director de fotografía Jeff Cutter construyen un escenario impresionante: montañas carmesí, tormentas eléctricas y criaturas biomecánicas que acechan entre la niebla. Cada plano está cargado de textura, como si Genna fuera otro personaje más, consciente de la presencia del Depredador.
La cinematografía usa mucho contraste entre luz y sombra, entre tecnología alienígena y terreno orgánico. El resultado es visualmente hipnótico. Los efectos prácticos regresan con fuerza, recordando el trabajo físico de las películas originales, pero combinados con CGI que se usa donde realmente importa: para amplificar la escala y no para reemplazar la realidad.
Lo que más sorprende es cómo Badlands logra mantener la tensión visual incluso en sus pausas. No todo es persecución ni combate. Hay silencios incómodos, miradas largas, y una sensación constante de que algo está observando, incluso cuando no lo vemos. Es ese tipo de terror atmosférico que la franquicia había perdido en sus capítulos más recientes.

Elle Fanning y la humanidad dentro de la máquina
Si hay algo que sostiene la película, es Elle Fanning. Su papel como Thia es magnético. A pesar de ser un androide, su interpretación es profundamente humana. No busca parecer fría o robótica; al contrario, deja entrever emociones reprimidas, ironía y hasta culpa. Thia es el alma de la historia: un ser sintético que aprende a sentir mientras un alienígena aprende a pensar.
La química entre Fanning y Schuster-Koloamatangi funciona de forma inesperada. No hay romance, ni lo necesita. Hay complicidad, respeto y momentos de humor negro que rompen la tensión justo cuando el guion lo exige. Verlos aprender a comunicarse —sin idioma, sin confianza— es parte del encanto. A lo largo del film, el vínculo entre ambos se convierte en el verdadero centro emocional: no la caza, sino la alianza.
Fanning ya había demostrado que puede cargar una historia compleja (The Great, I Think We’re Alone Now), pero aquí se transforma por completo. Su actuación equilibra la frialdad de la ciencia ficción con el instinto de supervivencia más humano. Y eso es lo que hace que Badlands funcione como algo más que un espectáculo visual: tiene corazón.

El Depredador como protagonista
Por primera vez, el Depredador no es una sombra ni un enemigo. Es el protagonista, y eso cambia todo. Dek es un guerrero en formación, lleno de orgullo pero también de dudas. Lo vemos sin casco, sin armadura, en su forma más vulnerable. A lo largo del viaje, cada batalla lo transforma físicamente y emocionalmente.
La película lo humaniza sin domesticarlo. Sigue siendo brutal, letal, pero ahora comprendemos su código. Lo interesante es cómo Trachtenberg logra que entendamos sus motivaciones sin necesidad de diálogos; todo se comunica a través del cuerpo, del ritmo de su respiración, de cómo reacciona frente a la muerte.
La evolución del personaje es clara: empieza cazando por validación y termina cazando por instinto de supervivencia. Y cuando enfrenta a Kalisk, la bestia mítica del planeta, no lo hace por honor, sino por necesidad. Esa decisión final —que no revelaremos aquí— cambia la percepción del Depredador como especie, dejando abierta una nueva forma de entender su moral.

Acción con propósito
La acción en Badlands es intensa, pero nunca gratuita. Cada secuencia tiene peso narrativo. No hay tiros al aire ni peleas sin contexto. El enfrentamiento con Kalisk, por ejemplo, es una coreografía impecable de caos, en la que la cámara nunca pierde el sentido del espacio. La tensión se construye paso a paso, y cuando llega la violencia, llega con un propósito: mostrar el precio del poder.
Los efectos prácticos y sonoros juegan un papel fundamental. El rugido del Depredador, los chasquidos de su camuflaje, la vibración del plasma al cargarse… todo está diseñado para sentirse físico, como si estuviéramos ahí. Es un regreso al sonido y la textura que hacían de las películas originales una experiencia inmersiva.
Hay también un par de secuencias memorables en las que Dek usa trampas naturales del planeta para cazar. Es una vuelta inteligente a las raíces de la saga: la mente como arma. No basta con tener el equipo más avanzado; hay que entender el terreno. Y eso, en esencia, es lo que siempre hizo especial al Depredador.

Una nueva filosofía de la caza
Más allá de la acción, Badlands propone una lectura más profunda del mito. Aquí la caza ya no es solo deporte o tradición; es una metáfora de la evolución. El cazador y la presa son dos caras de la misma moneda. Dek aprende que el valor no se mide por la cantidad de trofeos, sino por lo que estás dispuesto a proteger.
El guion, escrito por Trachtenberg junto a Patrick Aison, mantiene un tono oscuro, casi poético. No hay diálogos innecesarios ni discursos morales; todo se transmite a través de imágenes, respiraciones y decisiones. El resultado es una película que puede disfrutarse tanto como una historia de acción pura, como una reflexión sobre la supervivencia y el legado.
En ese sentido, Badlands no solo expande la mitología Yautja, sino que también se atreve a conectar con el universo Alien de forma sutil, sin depender de cameos ni referencias forzadas. Es un puente natural hacia algo más grande.

El peso del legado
Ser parte de la saga Predator siempre ha sido una carga. Cada nueva entrega tiene que convivir con la sombra de la original de 1987. Pero Badlands entiende ese peso y decide no competir, sino evolucionar. En lugar de repetir fórmulas, ofrece una visión fresca, cinematográficamente madura y emocionalmente potente.
El ritmo no es perfecto: por momentos la película acelera demasiado, y otros se detiene en contemplaciones que podrían desesperar a quien busque solo acción. Pero esas pausas son las que permiten que el relato respire. El silencio, la culpa, la lealtad… todos esos temas se sienten más vivos cuando la cámara deja espacio para observar.
La banda sonora, compuesta por Sarah Schachner, mezcla percusiones tribales con sintetizadores que recuerdan el ADN ochentero. Es un acompañamiento sonoro poderoso, lleno de tensión y energía, que conecta pasado y presente sin caer en la nostalgia vacía.

Conclusión: el Depredador más humano hasta ahora
Predator: Badlands es mucho más que una nueva cacería. Es la evolución natural de una franquicia que necesitaba arriesgarse. Su fuerza no radica solo en los efectos ni en el combate, sino en su capacidad de hacernos ver al cazador como algo más que un monstruo.
Dan Trachtenberg entrega una película sólida, visualmente asombrosa y emocionalmente consistente. Elle Fanning y Schuster-Koloamatangi construyen una dupla que funciona porque rompe con todo lo que esperábamos de esta saga: no hay héroes, no hay villanos, solo supervivientes.
Badlands demuestra que el terror puede tener corazón y que incluso el guerrero más letal puede ser vulnerable. Si la primera película nos enseñó que el hombre era la presa, esta nos enseña que incluso los cazadores más poderosos pueden perderse en su propia jungla. Y ahí, en esa línea difusa entre el honor y la redención, es donde el Depredador vuelve a rugir… y a recordarnos por qué sigue siendo una de las criaturas más fascinantes del cine moderno.

